Las raíces de un pueblo.
Al visitante que se acerque a nosotros con una mediana afición etimológica o semántica, le sorprende el nombre de Castelló para una ciudad que se extiende en la llanura, sin vestigio alguno de fortaleza militar a la que parece aludir su nombre. Por otra parte, hay que decir que ni las murallas de nuestra villa fueron levantadas por héroes mitológicos, ni rey moro alguno labró en su interior alcázares maravillosos sobre los cuales pudiera volar libremente la fantasía.
Pero el hecho fundamental de Castelló, vivido hasta ahora a través de la versión popular tradicional, mezclada con multitud de detalles folclóricos, todavía está abierta a la investigación. Y los trabajos arqueológicos y antropológicos no son ajenos al interés que los historiadores tienen en encontrar apoyo científico a la tradición popular.
En el cerro de la Magdalena tiene Castelló su viejo solar. Es una colina situada al pie de la sierra del Desierto de la Palmas, como una avanzadilla hacia las tierras llanas, de cara al mar, que no está lejano. En su cima, unos restos de murallas y torreones certifican la ejecutoria paterna de su antiguo Castelló (diminutivo de castillo) que contempla allá a lo lejos -unos ocho kilómetros-, abierto y claro, extendido sobre el verde oscuro tapiz de la huerta, a su hijuelo el de la Plana en el disfrute de su plena mayoría de edad urbana.
La partida de nacimiento de Castelló está fechada el 8 de septiembre de 1251 en Lleida, desde donde Jaime I concede su real permiso para el traslado del monte al llano. Con este traslado que la tradición sitúa en el tercer domingo de Cuaresma de 1252, nacía Castelló de la Plana.
El recuerdo anual de este hecho constituye el motivo de las Fiestas de la Magdalena, centro de las cuales es la popular y masiva romería Romeria de les Canyes a la iglesia del viejo solar, ermita blanca dedicada a Santa María Magdalena. Dice la centenaria fantasía popular que los castellonenses del nocturno traslado, en el siglo XIII, llevaban para alumbrarse unos faroles prendidos en la curva de sus cayados, siendo éste el origen y el simbolismo de las monumentales y luminosas gaiatas que alumbraban la procesión nocturna con que culmina el gran domingo de la Magdalena.
La víspera de la fiesta recorre las calles de la ciudad la famosa Cabalgata del Pregó, verdadero museo etnológico viviente y dinámico, en el que se exaltan la historia y las leyendas, los trajes típicos, las danzas y las costumbres, no solamente de Castelló sino de toda la provincia.
Ciudad a la medida del progreso
Vista desde fuera, llegando a ella por cualquiera de sus accesos, la ciudad de Castelló de la Plana presenta un aspecto en el que apenas se adivinan las trazas del recinto amurallado que, delimitado y levantado un siglo después de su fundación, fue desbordado pronto por los arrabales que crecían en su exterior hasta que, a finales del siglo XVIII, al ser derribadas sus murallas, se establecieron las bases urbanísticas de la ciudad de hoy, abierta y luminosa, amplia y llana, situándose dicho siglo como el de la plenitud histórica de Castelló con la aparición de bellas formas artísticas en iglesias y edificios públicos y en la gran expansión demográfica y económica que comienza a vivir la ciudad y que ya tuvo su arranque en el comienzo de la industrialización y comercialización del cáñamo.
Una ciudad que hoy, a pesar de la servidumbre que el desarrollo suele cobrarse en todas partes, conserva su encanto provinciano y su señorío, con sus entrañables tradiciones, sus leyendas fielmente transmitidas de generación en generación y hasta su mitología familiar y hogareña (Tombatossals).
Orígenes de la ciudad
En 1239, hubo un intento de fundación de una nueva villa (en este caso en la alquería de Benimahomet), ubicada en el paraje que hoy conocemos como Molí de la Font, mediante una carta puebla otorgada por el primer señor feudal que tuvo Castelló, don Nuño Sancho, señor del Rosellón. La Historia tenía determinado, sin embargo, que el nacimiento del nuevo Castelló había de venir de la mano de la Corona (hoy diríamos del Estado), lo que equivale a decir que tendría que iniciar sus pasos por el camino de las libertades y no de los condicionamientos y sometimientos feudales.
En efecto, en Lleida, a 6 de los idus de septiembre de 1251 (fecha que reducida al calendario ahora vigente equivale al día 8 del mismo mes y año), Jaime I extendía un documento por el que autorizaba a Ximén Pérez de Arenós, su lugarteniente en el reino de Valencia, a trasladar la villa de Castelló desde el referido primer emplazamiento originario en la llanura, al lugar que le fuera bien visto como más apropiado. La memoria tradicional, que parte de la elucubración del cronista dieciochesco Josep Llorens de Clavell, sitúa la ejecución del autorizado traslado, en la Cuaresma inmediata del año siguiente, 1252. Este hecho siempre ha sido valorado por el pueblo castellonense en su exacta interpretación del momento auroral de su existencia en el nuevo asentamiento de la alquería mora de Benirabe, y de ahí que el recuerdo del traslado se halle asociado, como es sabido, a la celebración anual de una romería a la ermita de la Magdalena que se levanta junto al castillo de los remotos orígenes.
Ya es sabido que la vida en el Castelló de los siglos medievales tuvo unos caracteres plenamente urbanos, con importante peso de las actividades artesanas y comerciales por encima de la dedicación rural del cultivo de los campos, que también cobrará posterior y creciente desarrollo mediante el sistema de riegos con las aguas del Mijares. Como muestra del impulso real al desarrollo económico, recordemos que en 16 de marzo de 1260 Jaime I autorizó la construcción de un camino para unir la villa con el mar, en el punto donde existieron precedentes prerromanos y ahora comenzaba a aparecer un incipiente tráfico marítimo precursor del futuro puerto. En esta línea, el 9 de mayo de 1269 el mismo monarca otorgaba permiso para la celebración de una feria que había de comenzar ocho días antes de San Lucas (18 de octubre), muestra inequívoca de activa vida mercantil. Por otra parte, un documento de 17 de febrero de 1272 autorizaba la ampliación del casco urbano mediante el añadido de un arrabal que suponía la aparición de las calles de Enmedio y de Arriba, demostrando el favorable efecto de la atención real sobre el crecimiento demográfico de la nueva villa. El hijo y sucesor de Jaime I, Pedro III el Grande, desde Barcelona, a 7 de febrero de 1284 otorgará a la villa de Castelló la facultad de autogobernarse mediante la concesión del derecho a poseer sus propios órganos municipales. Bien podía aplicarse al Castelló medieval lo que se decía en aquellos tiempos de que el aire de la ciudad hace libres a los hombres.
Todo parece indicar, que Jaime I otorgó a la naciente villa como un crédito de confianza, para ejercer un papel de capitanía en estas tierras septentrionales valencianas. Venida a la Historia cuando el fenómeno urbano ya se había manifestado con anterioridad en otros puntos de la comarca, Castelló asumió desde el siglo XIV la sede de una gobernación, y con ella un rol de capitalidad que no le ha abandonado a lo largo de siete siglos.
Pero la Historia no es una memoria inerte y muerta, sino testimonio vivo de un fluir de generaciones que no cesan de sucederse y renovarse sin perder la referencia de un pasado común. Desde aquella fecha del 8 de septiembre de 1251 hasta hoy, ha transcurrido un solo y único discurrir histórico que ha tenido como protagonista al pueblo de Castelló, continuamente mutable en sus individuos por ley de vida, pero siempre el mismo en su común origen y comunes ambiciones; un largo y lento desfile de días y años; una continua sedimentación de hombres y mujeres de variada procedencia, pero integrados en coincidentes ilusiones; una sucesión de cosechas (vid, canyamel, seda, cáñamo, naranja, según las coyunturas variables de la economía agrícola), de empresas comerciales e industriales; de logros culturales y artísticos; de fervores religiosos; de cambios políticos: de historia fluyente sin cesar.
Una celebración del 750 aniversario de la concesión real de Jaume I que quiera ser fiel a su propio significado y a su trascendencia no puede quedarse en la mera evocación arqueológica de un antiguo episodio histórico, o sólo en motivo ocasional para celebrar unas sonadas fiestas. Exige una reflexión hacia el pasado como experiencia y hacia el futuro como ilusión. En aquel documento de 1251 iba implícita toda la capacidad de desarrollo que ha hecho posible estos tres cuartos de milenio transcurridos para nuestro pueblo, con alternancia de acontecimientos y sucesos tristes, pero siempre con el amor al progreso, al trabajo y a la libertad por bandera.
Ida y vuelta
Entre el mar y Castelló, la huerta, donde el naranjo [foto 1] es señor absoluto. En la parte superior de la vía férrea, el secano tradicional, que se va transformando a buen paso en más huertos de naranjos. Aquí y allá, según zonas, la casa huertana que es la alquería, combina con las villas de recreo veraniego conocidas como masets. Y entre los innumerables y cuidados caminos, convendría evocar la aparición en el recuerdo, de la piedad de siglos pasados, de las blancas ermitas [foto 2] y el reciente nacimiento de lujosas villas y acogedores chalets. Toda una estampa simbólica de las gentes de Castelló que saben de trabajo y de descanso, de rezos y jolgorios.
Y entre el recuerdo permanente de su pasado y la gozosa realidad de su presente próspero, no cabe duda de que Castelló de la Plana, con sus 170.000 habitantes es, a un tiempo, ciudad de ayer y de hoy, en la que caben todas las esperanzas del mañana.